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jueves, 28 marzo, 2024

Alfredo Palacios, el primer socialista en llegar al Congreso nacional

El 13 de marzo de 1904 se produjo un hecho trascendental. Ese año Alfredo Palacios fue electo diputado por el barrio de La Boca, convirtiéndose de esa manera en el primer legislador socialista de toda América. Un gran logro para aquel letrado que había colocado en la puerta de su casa la siguiente placa: “Abogado. Atiende gratis a los pobres”.

Desde su banca, el flamante diputado socialista impulsaría varios proyectos que se convertirían en ley, como el descanso dominical, la protección del trabajo de las mujeres y de los niños y la ley de la silla, que obligaba a los patrones a disponer de aquel simple objeto para el descanso de los empleados de comercio.

Muchos otros proyectos de avanzada para su tiempo no lograron la sanción por parte de un Congreso dominado por los conservadores. Entre aquéllos, se destacan la jornada de ocho horas, la abolición de la pena de muerte, el divorcio absoluto, y los proyectos de accidentes de trabajo, de derechos civiles de la mujer o contra la trata de blancas, todos ellos presentados en la primera década del siglo XX.

Además de la protección de los derechos del trabajador, Palacios levantó otras banderas. Escribió en defensa de la soberanía de Malvinas, apoyó entusiastamente a los estudiantes en el movimiento a favor de la reforma universitaria que estalló en Córdoba en 1918 y bregó incansablemente por la unión de América Latina.

Transcribimos a continuación el Mensaje a la juventud iberoamericana, del 25 de noviembre de 1924, en el que Alfredo Palacios propone la unión de estos pueblos, a la vez que una renovación educativa y la elaboración de una nueva cultura.

A la juventud universitaria de Iberoamérica

Fuente: Alfredo Palacios, Nuestra América y el imperialismo yanqui, Madrid, Historia Nueva, 1930, págs. 133-136.

Buenos Aires, 25 de noviembre de 1924

Nuestra América hasta hoy ha vivido de Europa, teniéndola por guía. Su cultura la ha nutrido y orientado. Pero la última guerra ha hecho evidente lo que ya se adivinaba: que en el corazón de esa cultura iban los gérmenes de su propia disolución. Su ciencia estaba al servicio de las minorías dominantes y alimentaba la lucha del hombre contra el hombre. Ciencia sin espíritu, sin alma, ciega y fatal como las leyes naturales, instrumento inconsciente de la fuerza, que no escucha los lamentos del débil y el humilde; que da más a los que tienen y remacha las cadenas del menesteroso; que desata en la especie los instintos primarios contra los más altos fines de la humanidad. Tal nos aparece hoy la cultura europea, que amenaza desencadenar una guerra interminable, capaz de hundir en el caos la civilización de Occidente.

¿Seguiremos nosotros, pueblos jóvenes, esa curva descendente? ¿Seremos tan insensatos que emprendamos, a sabiendas, un camino de disolución? ¿Nos dejaremos vencer por los apetitos materiales que han arrastrado a la destrucción a los pueblos europeos? ¿Imitaremos a Norteamérica, que, como Fausto, ha vendido su alma a cambio de la riqueza y el poder, degenerando en plutocracia?

Volvamos la mirada a nosotros mismos. Reconozcamos que no nos sirven los caminos de Europa ni las viejas culturas. Estamos ante nuevas realidades. Emancipémonos del pasado y del ejemplo europeo, utilizando sus experiencias para evitar sus errores.

Somos pueblos nacientes, libres de ligaduras y atavismos, con inmensas posibilidades y vastos horizontes ante nosotros. El cruzamiento de razas nos ha dado un alma nueva. Dentro de nuestras fronteras acampa la humanidad. Nosotros y nuestros hijos somos síntesis de razas. No podemos, por tanto, alimentar los viejos odios raciales, fruto de parcialidad y limitación. Conservamos además la herencia pura de San Martín y Bolívar, dos de los héroes más generosos que ha producido la historia. Tenemos que concebir una nueva humanidad, dotada de una más alta conciencia. La dilatada extensión de nuestros países, casi despoblados, hace absurda la lucha de los pueblos por la tierra. No necesitamos disputárnosla, ni regarla con sangre fratricida, sino dividirla entre los hombres, haciéndola fecunda por el esfuerzo, en beneficio de todos.

No necesitamos, como Europa, alimentar el odio implacable, sino tender a su desaparición; borrar las diferencias exteriores que separan a los hombres y sustituir la concurrencia y los antagonismos con la cooperación y la ayuda mutua. Utilizar para el bien social todos los esfuerzos y poner al alcance de cada uno todas las posibilidades. Debemos libertar a la mujer y hacerla nuestra igual en los derechos, en lugar de mantenerla sometida a perpetuo y odioso tutelaje. Es indispensable la colaboración del alma femenina en nuestra obra civilizadora.

Y tenemos, ante todo, que exaltar la personalidad humana. Darle al hombre conciencia de su fuerza; forjar su voluntad y su carácter. Hacerle apto para dominar los tesoros que ha creado, en vez de constituirse, como ahora, en siervo de ellos. Para lograr esto, habremos de realizar una incruenta revolución: la revolución del pensamiento, la reforma educativa, para transformar al hombre.

Vosotros, universitarios de la nueva generación, habéis iniciado esa obra y debéis continuarla. Las posibles consecuencias de ella son incalculables. Al emprender la reforma universitaria habéis contraído un grave deber ante el porvenir, con vuestra propia conciencia. No basta haber reformado los estatutos. Hay que transformar el alma de las universidades. Conseguir que, en vez de máquinas de doctorar, se conviertan en crisol de hombres. Deben ser laboratorios de humanidad. Focos de pensamiento renovador y de fuerzas espirituales. Corazón y cerebro de los pueblos y guía de las futuras generaciones. Es preciso que dejen ser exactas para ellas estas palabras que en Erewhon atribuye Samuel Butler a un profesor influyente de la Universidad de Sinrazón: “Nuestra misión no consiste en ayudar a los estudiantes a pensar por sí mismos… Nuestro deber es hacer de modo que piensen como nosotros, o al menos como nosotros creemos útil decir que pensamos”.

La renovación de la enseñanza universitaria implica la incorporación a sus estudios de las modernas ideologías y los problemas sociales. Debe salir de las universidades una concepción social y un espíritu nuevo. Los universitarios deben solidarizarse con el alma del pueblo y proponerse la elevación y la redención de la masa humana. Deben reintegrarse al pueblo para que surja de todos la conciencia social.

Vosotros, los jóvenes universitarios, deberíais formularos el propósito de constituiros en núcleo dirigente. Ser dirigente no significa ocupar los puestos lucrativos o disputarse el poder, sino asumir la responsabilidad del destino de los pueblos y consagrarse a la tarea de extirpar sus males, resolver sus problemas y modelar su alma.

Para realizar esta obra debe ser la primera condición la de hacer efectiva la solidaridad espiritual entre los pueblos de América Latina. Labor tan vasta no puede emprenderla un pueblo solo. Debemos elaborar una nueva cultura, concordante con nuestros ideales, que permanecen latentes en la raza. Debemos ir a la acción. La cultura sin acción deriva en bizantinismo. Por el contrario, la acción renovadora, suscitará la creación de una cultura nueva. Por eso la tarea más inmediata sería la de trazar las líneas directivas de la Confederación Ibero Americana. Esa empresa debe ser obra de la juventud, que se halla libre de compromisos con el pasado y de mezquinas rivalidades. Tal labor es también de imperiosa urgencia para contener la expansión arrolladora y envolvente del capitalismo yanqui.

El destino os ha impuesto esa misión que no es menos gloriosa y trascendente, aunque sí menos ardua, que la llevada a término por nuestros próceres de la gesta libertadora.
Emprendamos resueltos el camino de la nueva era de América Latina. No defraudemos a Europa, a los mejores hombres de Europa, que esperan de nosotros la conquista de nuevos horizontes para el progreso del mundo. Nadie tiene a su disposición condiciones más propicias que las nuestras. Renovemos las antiguas glorias en bien de la humanidad. Seamos dignos de la herencia de audacia y energía que nos impusieron los conquistadores y del heroísmo ejemplar que nos legaron los autores de nuestra independencia.

Nuestro programa de acción y de idealismo puede concretarse en los siguientes puntos:

Renovación educativa.
Solidaridad con el alma del pueblo.
Elaboración de una cultura nueva.
Federación de los pueblos iberoamericanos.
A la obra, pues.

Alfredo L. Palacios

(elhistoriador)

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