Este miércoles, el presidente Javier Milei vetó, por segundo año consecutivo, una ley de financiamiento universitario aprobada por el Congreso. En su argumentación, el Ejecutivo apeló principalmente a dos fundamentos: por un lado, que la norma no cumple con el artículo 38 de la Ley de Administración Financiera (24.156), al no especificar fuentes de financiamiento para el gasto propuesto; por el otro, que su implementación implicaría un costo fiscal elevado que, en ausencia de recursos genuinos, solo podría cubrirse con emisión monetaria, afectando la estabilidad macroeconómica. Sin embargo, estos argumentos han sido cuestionados desde diversos sectores, tanto políticos como académicos, por considerarlos inconsistentes con las decisiones presupuestarias que ha tomado el propio gobierno en otras áreas del Estado.
Presupuesto prorrogado y prioridades fiscales
Uno de los puntos más señalados por los críticos del veto es que el presupuesto con el que se rige actualmente el Ejecutivo corresponde a una prórroga del aprobado en 2022, sin actualización en relación con las necesidades actuales. Esta situación genera una disparidad entre el gasto efectivo y los recursos asignados, dejando desfinanciadas muchas partidas, incluidas las destinadas a educación superior.
En este contexto, el reclamo central apunta a una cuestión de prioridades: mientras que se objeta la viabilidad de financiar el sistema universitario con recursos “genuinos”, algunas dependencias del Ejecutivo —como la Secretaría de Comunicación y Medios— han experimentado aumentos presupuestarios significativos. Según datos de presupuesto abierto, este organismo cuenta con una asignación para 2025 que supera ampliamente los fondos previstos para programas clave del sistema universitario, como infraestructura o fortalecimiento científico.
El costo de la deuda frente al gasto educativo
El segundo argumento del veto presidencial —el del financiamiento genuino— también ha sido contrastado con el crecimiento de los compromisos asumidos por el Estado en concepto de deuda. En particular, se cuestiona que los intereses capitalizables pagados en un solo mes por emisiones de deuda interna equivalen a múltiples veces el costo anual estimado de la ley vetada. Esto ha reavivado el debate sobre qué tipo de gasto considera prioritario el Gobierno y cuáles son los criterios de sustentabilidad que aplica a las distintas áreas del Estado.
A modo de referencia, datos del Observatorio de Presupuesto del Congreso indican que el gasto previsto por la ley vetada representaría alrededor del 0,75% del PBI. Se trata de una proporción inferior al promedio regional (0,9%), incluso considerando países con sistemas universitarios mayormente privatizados como Chile.
Universidades en contexto: matrícula alta, inversión en baja
Argentina posee uno de los sistemas universitarios públicos más amplios de América Latina, con más de dos millones de estudiantes y aproximadamente 250 mil trabajadores y trabajadoras en todo el país. Si bien la matrícula es alta, la inversión relativa en educación superior se encuentra entre las más bajas de la región, situación que podría agravarse si se consolida una tendencia de recorte estructural.
Los defensores de la ley señalan que la educación universitaria pública cumple un rol central en la cohesión social, la movilidad intergeneracional y la formación de capital humano estratégico, especialmente en un país con fuertes desigualdades de origen. Argumentan que su desfinanciamiento no solo afecta a quienes acceden a ella directamente, sino al conjunto de la sociedad, al limitar el acceso equitativo al conocimiento, la salud y el desarrollo productivo.
Una discusión pendiente sobre el rol del Estado
Más allá del veto en sí mismo, lo que subyace es una discusión de fondo: cuál debe ser el rol del Estado en el financiamiento de la educación superior y en la promoción del conocimiento como bien público. En un contexto de restricciones fiscales y búsqueda de equilibrio macroeconómico, este debate se vuelve especialmente complejo.
Pero también resulta imprescindible abordarlo con criterios de transparencia, equidad y visión de largo plazo, entendiendo que las decisiones presupuestarias son, en última instancia, expresiones concretas del modelo de país que se busca construir.





