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viernes, 19 abril, 2024

Myriam Mantulak: “me crié en la chacra, pero para mí no fue un lugar feliz, en cambio mis hijos en el campo crecen con alegría”

(Por Mónica Gómez)

Muchas veces las infancias en la ruralidad son historias dolorosas que se guardan tranqueras adentro. Historias que hasta el día de hoy ponen en foco cuestiones como el trabajo infantil o el derecho a la educación.  Solo a veces, aquellos que lo  padecen pueden revertir la situación y convertirlas en el puntapié inicial para proyectar un mundo en armonía para sus hijos. El campo también  puede ser un espacio en donde un niño crezca feliz: todo está en el trabajo del adulto para lograrlo.

 

Myriam Mantulak vive en Vieytes, partido de Magdalena, provincia de Buenos Aires. Con sus dos hijos: Rodrigo de 8, Juan Román de 4 y su esposo Omar Morales residen en el campo de sus empleadores:”no fui una niña feliz. Nací en Panambí, Misiones, y a los 7 años me fui a vivir a una chacra sin luz eléctrica ni agua potable en San Vicente. Con mis hermanos trabajamos desde chicos a la par de mi papá en la plantación de tabaco, yerba mate, poroto y mandioca. Criamos animales: me levantaba a las 5 de la mañana a ordeñar las vacas y darle de comer a los chanchos. Después de eso, teníamos que salir a carpir o a machetear. Aunque la chacra es de mi papá nunca nos alcanzaba el dinero: faltaba mercadería y no teníamos para comer. Sufrimos mucha violencia, él era alcohólico y para mí esa forma de vivir era algo normal. Creía que le pasaba a todos los niños en el campo”, cuenta.

 

Para ir a la escuela Myriam caminaba descalza tres kilómetros sin útiles ni mochilas. El sacrificio de la escolaridad lo hizo por su perseverancia: “los maestros nos daban los lápices sino no teníamos con qué escribir y así llegué hasta séptimo grado”, dice con orgullo.

 

Por esa infancia dura, por la lucha por la educación y por el deseo de una vida distinta, un día con la ayuda de su hermana pudo salir de su hogar: “A los 21 años me escapé de mi casa. Antes de eso, pude hacer un curso de computación vendiendo huevos. Los lunes y miércoles tomaba el colectivo para ir a hacer el curso; en cambio cuándo cuando me tocaba los martes tenía que hacer 17 kilómetros por camino de tierra para tomar el colectivo que la llevara a San Vicente. Cuando lo terminé le dije a mi papá que iba a buscar el certificado y en vez de hacerlo tomé un colectivo y me fui a Buenos Aires”.

 

Con miedo, dudosa y temblando después de 18 horas de viaje, se bajó del colectivo en Retiro con su pequeño bolso con la poca ropa que tenía sólo cuando vio a su hermana que previamente le había mandado el pasaje a escondidas. “Ella me había conseguido un trabajo de niñera a una cuadra de la pensión donde vivíamos, no me pagaban mucho pero podía comer ahí y la mujer era muy buena, estuve 3 años trabajando con ellos. Cuando mi hermana volvió a Misiones, ella me ayudó para que me quedara sola con 22 años en Capital estudiando y trabajando”, recuerda.

 

Pese a todas las dificultades y el miedo, la barrera más grande por sortear era la  que tenía para poder expresarse, debido a que su lengua de origen es una conjunción de lenguas: “hablaba portuñol, mi mamá es ucraniana y mi papá polaco. Había muchas palabras que ni sabía en castellano y no me entendían. Me costó mucho comunicarme, expresar lo que quería. Aun así no me rendí.  A la mañana iba al colegio, quedaba a 10 cuadras y al mediodía salía y me iba a cuidar a los nenes. En la casa de mi patrona comía, me regalaban ropa y la señora me ayudaba con las tareas. El sueldo era muy poco pero terminé el colegio de adultos y no me llevé ninguna materia”.

 

Para las personas que llegan del interior, Capital federal se convierte en  un mundo nuevo: “era difícil cruzar las avenidas, caminar por el centro, comprar en un supermercado, pero con mucho esmero lo hice porque sabía que solo de mi dependía no tener que volver a Misiones, a esa vida no quería volver, eso me daba fuerzas para seguir y hasta ahora no lo quiero”.

 

En busca de un mejor sueldo dejó de trabajar como niñera y comenzó como camarera en Puerto Madero: “Trabajaba de todo lo que podía, no paraba, dormía poco. Así pude comprarme mis cosas. Ya había conocido a mi pareja y cuando quedé embarazada estaba estudiando para chef. No pude seguir con la carrera porque tengo trombofilia.  Así que los 9 meses la pasé en cama muy débil, en reposo absoluto y con muy poco peso.  Gracias a Dios llegó mi primer hijo”, dice emocionada.

 

Actualmente Myriam vive con su familia en una casa que le prestan los dueños del campo en el cual su esposo es empleado rural. Ella se dedica a la producción de plantines, huerta y criaderos de animales. Participa del proyecto de mujeres rurales de la escuela rural ACEPT 29. Quienes tiene 7 años de trabajo en diversas líneas que apuntan a la conquista de los derechos de las mujeres.  “Plantineras” es el grupo del cual forma parte desde el 8 de marzo esta luchadora, proyecto que cumplió recién los 2 años y el cual es completamente autogestivo. Ellas cuentan con un fondo común con el que compran aquellas plantas que no pueden producir, algunos insumos o herramientas: “hacemos jornada de trabajo, compartimos saberes, colaboramos entre nosotras y producimos para vender. Mi esposo me ayuda en la huerta y se encarga de lo más pesado que es el trabajo en el campo”, dice.

 

Hoy,  es una mamá comprometida, alegre y amorosa.  Está agradecida por la ayuda de tanta gente que se cruzó en su camino, aquellos  le fueron dando las herramientas para su independencia y su empoderamiento. Después de tantas dificultades y crecimiento, vive y transita una ruralidad de lucha y perseverancia. Proponiendo una crianza en el respeto y cuidado por los niños, el trabajo en equipo y centrándose en la importancia del diálogo y la comunicación en el entorno familiar: “si bien, vivir en el campo es duro, pero mis hijos se crían en un entorno feliz: hay animales, un lugar para jugar, esta es la vida que sueño para ellos, la que todo niño debería tener”, concluye Myriam.

       Mónica Gómez

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