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viernes, 19 abril, 2024

Hasta que suene la chicharra

(Por Agustín ponissi, entrenador nacional de básquet / @agus.ponissi)

Era una tarde gris de domingo, esa era tarde no iba a ser una más dentro de la historia de nuestro club. El mil rayitas jugaba la final con el rival de toda la vida, contra el Sportivo, ese equipo que me enseñaron a odiar de chiquito porque siempre pero siempre íbamos a ser del mil rayitas.

Ese día mi papá y mi abuelo me pidieron que les compre las entradas para que ellos no tengan que hacer toda la fila, así que me desperté bien temprano para evitar el despelote que se arma cuando se juegan estos clásicos. Yo sabía, lo presentía, que esa tarde no iba a ser igual a las demás.  Nosotros que vivimos en una ciudad pequeña y todos los que son hinchas del club de su barrio saben lo que significa ir con tu viejo o tu abuelo a la cancha, lo que significa llorar los descensos o festejar los campeonatos en familia. A mí me enseñó mi papa a amar a este club, nunca hubiese pensado ser hincha de river o de boca, yo siempre fui del mil rayitas. Mi papá siempre fue del mil rayitas y mi abuelo también, porque nosotros amamos el club desde siempre y acompañamos a nuestro equipo desde siempre.

Mi abuelo me pasaba a buscar al mediodía por la escuela, me daba de comer junto con mis hermanas mientras veíamos el zorro por la tele. Cuando terminábamos el almuerzo me pedía que durmiera un ratito antes de ir al club. A mí no me gustaba la siesta así que le pedía que me contara viejas historias de los equipos gloriosos del club, la leyenda de la “Peluca” Ortiz o la zurda de Gutiérrez que nos hizo lograr el ascenso en el `83. Mi abuelo siempre disfrutaba de contarme las historias mas lindas, cuando las terminaba de relatar me daba la merienda y nos íbamos para el club a entrenar. El era el entrenador de la primera en ese momento, nunca nadie me hizo sentir más amor por una pelota como lo hacia él. Me encantaba ver los entrenamientos y después quedarme tirando al aro con el capitán mientras el abuelo guardaba las pelotas o charlaba con algún dirigente.

En el `01 las cosas se pusieron difíciles para el club, yo no entendía mucho del tema. Mi viejo era parte de la comisión directiva y siempre discutía con mi abuelo sobre las deudas del club, sobre lo que le debían a un banco, sobre los sueldos de los jugadores, sobre un montón de cosas. Lo que recuerdo con mayor fuerza eran los enojos de papá cuando hablaban del tema, insultaba a todo el mundo a cualquiera que se le cruzaba por la cabeza y el abuelo siempre le decía la misma frase: “Tranquilo hijo, nunca te olvides que el partido no termina hasta que suene la chicharra.” Las cosas de a poco fueron mejorando, pero desde ese año nunca más logramos un campeonato. Los clásicos con Sportivo siempre los ganábamos nosotros, pero a partir de ese año nosotros pasamos por épocas difíciles y sin plata costaba mucho pelear los primeros puestos. Ellos tenían a la familia del intendente atrás, siempre tuvieron esa suerte. La política y el apoyo económico los acompañaba. Ustedes entenderán, yo nunca ví salir campeón al mil rayitas, ellos siempre nos sacaban del torneo antes de poder lograr algo.

Mientras hacía la fila para comprar la entrada del partido pensaba en todas las cosas que había dejado ese fin de semana para viajar a mi ciudad. Yo vivía en Buenos Aires y entre la familia, el trabajo y el posgrado que estaba haciendo me costaba mucho volver a ver a mis viejos, al abuelo o al club. Cuando me tocó sacar las entradas me sonó el teléfono, era el Abuelo Yeyo, preferí no atenderlo no tenia tiempo para ponerme a charlar de cómo había sido el viaje o porque paraba en un hotel y no en la casa de él. Así que le corté y me dediqué a pagar las entradas, total a la noche lo veía y le contaba todo lo que él quería saber. A veces la gente grande se pone a hablar y uno no tiene tiempo para la charla.

Saqué las entradas, le avisé a mi viejo y me pegué la vuelta al hotel. No había comido nada, los pibes del barrio me invitaron a un asado, pero se los cancelé. Ese día quería comer algo liviano, dormir la siesta y estar cien por ciento para disfrutar del partido.

Después de comer una ensalada me recosté, apagué el celular y lo dejé sobre la mesa de luz, la alarma me despertaría 2 horas antes del encuentro para prepararme y salir en búsqueda de mi abuelo y mi viejo.

Suena la alarma, agarro el celular y mientras se encendía lo tiré en la cama para lavarme la cara y los dientes. Empezó a sonar incesantemente como quien recibe mensaje tras mensaje y llamada tras llamada. Me fijé la hora y clavado marcaba las 20.00. Apenas pude reaccionar recibí el llamado de mi mujer, llorando, que me decía con la voz entre cortada que el abuelo se había muerto. Me acosté en la cama y sin pensar en nada me dí cuenta de que nunca le había devuelto la llamada. Llamé a mi viejo que me contestó compungido y lagrimeando y me reafirmó la noticia, el abuelo se había ido. No podía creer que no lo había llamado, pensando que eso era una broma intenté marcar su número y me di cuenta de que nunca me iba a contestar.

Elegí obviamente no ir al partido, ya en la casa de mis padres acompañando a mi viejo y mis hermanas me quedé pensando en cada momento que había pasado con el abuelo. En cada práctica en ese club, en cada merienda y en cada frase que me decía. Me fuí a mi vieja habitación, quería estar lejos de todos, reprocharme que no le había devuelto la llamada esa tarde no me dejaba pensar.

Me senté en la silla frente al televisor, lo prendí y vi que estaban dando el partido. Sportivo estaba ganando por 2 puntos, quedaban solo 20 segundos en el reloj y teníamos un tiempo muerto que había pedido el entrenador. Si miraba detalladamente encontraba banderas con el nombre de mi abuelo y con agradecimientos, a él lo querían mucho en el club. Era una mala jugada de la suerte que justo se nos vaya el día que podíamos salir campeones después de tantos años. Me dediqué a escuchar al entrenador, que después de marcar la jugada para intentar ganar se frenó en su discurso, miró a los ojos a sus jugadores y les dijo: “Tranquilos, que el partido no termina hasta que suene la chicharra”. Me sonreí, me resonaba la frase, pero no la había relacionado al abuelo. La jugada se inició y después de unos segundos de mucha tensión el goleador del equipo metió el triple faltando 1 segundo que nos daba el campeonato frente a Sportivo.

Yo me largué a llorar, no podía pensar en otra cosa que no sea en el abuelo. Hacía 20 años que no salíamos campeones.

Agarré mi celular para llamar a mi mujer y me dí cuenta de que no había leído los mensajes de texto. Revise uno por uno y, sin notarlo al principio, el abuelo me había mandado un mensaje aquella tarde:

“Pibe te llamé para saludarte. Nos vemos a las 20 en lo de papá, no te olvides que esto no se define hasta que suene la chicharra.”

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