5 Dic 2025
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El legado cultural de las élites y el lugar del peronismo en la historia argentina

REDACCIÓN DIARIO EXTRA 

El pensamiento de las élites criollas ha estado históricamente atravesado por una visión eurocéntrica que dejó una profunda marca en la identidad nacional. Para el sociólogo argentino Jorge Abelardo Ramos y, más sistemáticamente, para Arturo Jauretche o Juan José Hernández Arregui, esta perspectiva se consolidó con la llamada Generación del 80, que adoptó un modelo cultural y económico europeo, y que continuó la línea de pensamiento de figuras como Sarmiento y Mitre, donde el ser nacional era concebido como carente de comunidad y de conciencia histórica.
En su libro Imperialismo y cultura, Hernández Arregui señala que “la oligarquía no se identifica con los valores nacionales” y basa su interpretación del mundo en una cultura ajena. Este enfoque no solo implicaba la imitación de valores europeos, sino también un desarrollo nacional condicionado por las necesidades de los países centrales. Bajo esa lógica, el progreso era concebido como una serie de etapas que debían replicar las trayectorias de las potencias, partiendo de la idea de que lo propio era inferior.

A lo largo del siglo XX, los debates dentro de los sectores dominantes giraron, entre otros ejes, en torno al lugar que debía ocupar la clase trabajadora en el proyecto económico nacional. Salvo algunas excepciones, como el Plan Pinedo —que el economista Eduardo Basualdo identifica como un intento de inclusión limitada de sectores populares—, las élites argentinas mantuvieron históricamente una actitud de exclusión hacia amplios sectores sociales.
En este contexto, el surgimiento del peronismo marcó una ruptura. A partir de 1945, los sindicatos y los trabajadores se convirtieron en actores centrales del nuevo proyecto nacional, lo que generó una fuerte reacción en distintos sectores sociales y políticos. Para buena parte de los sectores antiperonistas, esa incorporación fue vista como una amenaza al orden social tradicional.
A partir de ese momento, el antiperonismo adoptó una dimensión cultural y política que va más allá del simple rechazo ideológico. Se construyó como una identidad en sí misma, definida por su oposición al peronismo, con rasgos que algunos autores interpretan como excluyentes o autoritarios. Esa oposición se expresó no solo en el plano político —como lo demuestra la proscripción del peronismo y la persecución a sus militantes—, sino también en el discurso social, donde ciertos sectores populares fueron objeto de estigmatización.

En ese marco, la relación del antiperonismo con la clase media fue central. Aun cuando muchos sectores de esta clase mejoraron su situación económica durante gobiernos peronistas, el discurso opositor logró interpelarlos desde una narrativa aspiracional que marcaba distancia con lo popular. La categoría de “clase media”, que comenzó a utilizarse con más frecuencia en esos años, se convirtió así en una forma de delimitar fronteras simbólicas.
Durante el primer peronismo, se produjo un proceso de inclusión social y ampliación de derechos que se reflejó también en el consumo y en la vida cotidiana: mayor acceso al ocio, a la cultura y al disfrute colectivo. La expansión del turismo interno, el crecimiento del consumo de bienes como indumentaria y la proliferación de espacios recreativos y culturales, fueron parte de un proyecto que proponía una noción de felicidad ligada a la vida en comunidad.
La violencia política también formó parte de la historia. El bombardeo del 16 de junio de 1955, la proscripción posterior y las restricciones al movimiento peronista son ejemplos de los momentos más críticos del enfrentamiento. Para intelectuales como John William Cooke, el peronismo representaba un hecho disruptivo en el sistema político argentino, por su carácter popular y antiimperialista, lo que generaba resistencias difíciles de procesar para los sectores dominantes.

La tensión entre peronismo y antiperonismo ha atravesado gran parte de la historia contemporánea de la Argentina. Para algunos analistas, esta oposición se inscribe en un conflicto más profundo, que tiene sus raíces en el modo en que las élites pensaron el país desde sus orígenes, bajo la dicotomía entre civilización y barbarie. Una forma de concebir la identidad nacional donde amplios sectores quedaron históricamente excluidos.

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