Un proyecto de ley de Presupuestos Mínimos para la Aplicación de Fitosanitarios fue presentado en el Congreso, impulsado por diputados del PRO y la UCR, con el respaldo de la Red de Buenas Prácticas Agropecuarias (RedBPA). El objetivo declarado: unificar criterios a nivel nacional sobre trazabilidad, capacitación y sanciones en el uso de agroquímicos, armonizando el actual mosaico de normativas provinciales y municipales.
Sin embargo, el texto propone distancias mínimas de resguardo preocupantemente bajas: apenas 10 metros para aplicaciones terrestres y 45 para aéreas, ignorando por completo variables ambientales clave como la pendiente, la velocidad del viento o las inversiones térmicas. Aplicar en la cuenca del Salado no es lo mismo que hacerlo en las sierras de Tandil, donde la deriva puede extenderse mucho más allá de esos límites.
No hace falta inventar nada nuevo: en muchos países europeos, los equipos de aplicación incluyen sensores y alarmas que impiden operar si las condiciones no son seguras. En la Argentina, seguimos sin exigir ni lo más básico.
Un punto a favor del proyecto es que establece la necesidad de que un ingeniero agrónomo firme la receta fitosanitaria, asumiendo la responsabilidad técnica del tratamiento. Como un médico que prescribe un medicamento, el agrónomo debe tener respaldo y control. Pero eso requiere un Estado presente: que fiscalice, acompañe y cierre las zonas grises donde proliferan los abusos.
Si un producto está bajo sospecha científica, no puede permanecer en el mercado “hasta que se demuestre lo contrario”. La biología no opera como la matemática. Los efectos en la salud y en el ambiente suelen ser acumulativos, tardíos o difíciles de aislar. Por eso es indispensable vincular la receta agronómica con un sistema de seguros de aplicación donde participen técnicos, aseguradoras y el Estado.
Hace poco participé como testigo en un litigio por una posible fitotoxicidad encubierta por una helada. ¿Fue el herbicida o el clima? La verdad es que los procesos biológicos no son exactos y muchas veces conviven sinergias invisibles. La única respuesta sensata es la prevención.
Otro punto crítico es el rol del Senasa, piedra angular del proyecto. Hoy el organismo sigue aprobando productos prohibidos en gran parte del mundo, como la atrazina o insecticidas de alta toxicidad. Es el caso de los fosfitos, utilizados en Europa hasta hace poco como bioestimulantes y ahora prohibidos. Mientras tanto, en Argentina recién se están incorporando al mercado. Las presiones de las multinacionales proveedoras de insumos marcan el pulso del modelo agrícola nacional.
El proyecto tampoco contempla la formación profesional. En mi paso por la Facultad de Agronomía de Mar del Plata, cursé cuatro materias de economía, una optativa de agroecología y ninguna sobre salud humana relacionada con agroquímicos. Aprendemos a maximizar márgenes brutos, pero no a evaluar impactos sociales o ambientales.
Tampoco se promueve el uso de insumos de bajo impacto. Los productos biológicos, orgánicos o de banda verde siguen siendo los más caros. El Estado debería ofrecer créditos blandos, incentivos fiscales y apoyo técnico para impulsar su adopción. Hoy, el negocio de maximizar la producción a fuerza de insumos beneficia a las corporaciones, mientras los productores operan con márgenes cada vez más ajustados.
Argentina no necesita solo una ley que controle el uso de fitosanitarios. Necesita un marco que cuestione las bases del sistema productivo actual. El debate urgente debe girar en torno a tres ejes: Cómo formamos a nuestros ingenieros agrónomos / Qué productos autoriza el Senasa / Cómo incentivamos el uso de insumos saludables.
Si no discutimos esto, todo lo demás será apenas una guía para seguir haciendo lo mismo. Y eso, simplemente, ya no alcanza.





