El gobierno nacional anunció una inversión de hasta 25 mil millones de dólares para instalar un centro de datos en la Patagonia. El proyecto promete empleo, desarrollo y posicionamiento global, pero también genera interrogantes ambientales, energéticos y económicos. ¿Argentina será proveedor de inteligencia o apenas fuente de recursos?
El jueves pasado, el gobierno argentino presentó como una victoria estratégica la llegada de una de las marcas más resonantes del mundo tecnológico: OpenAI, creadora del célebre ChatGPT, anunció junto a la empresa estadounidense Sur Energy un proyecto para construir en la Patagonia un mega centro de datos con una inversión estimada en 25 mil millones de dólares. La fecha prevista para su puesta en funcionamiento es 2027.
A primera vista, el anuncio parece reunir todos los condimentos del progreso: inteligencia artificial, dólares frescos, conexión global, y desarrollo en una región postergada. Sin embargo, el entusiasmo oficial convive con una serie de interrogantes de fondo: la opacidad de los socios, el consumo intensivo de agua y energía, la falta de definiciones sobre el impacto ambiental, y un marco regulatorio —el Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI)— que otorga beneficios impositivos excepcionales por tres décadas.
Qué viene a hacer OpenAI
La empresa dirigida por Sam Altman no planea instalar una oficina o laboratorio. Lo que se construirá en el sur argentino es un data center de escala global, es decir, una planta industrial diseñada para alojar y alimentar los sistemas informáticos de la inteligencia artificial.
Sur Energy, la firma que liderará la inversión, es casi desconocida en el ámbito tecnológico. Su misión será montar la infraestructura energética y financiera para que el centro funcione. OpenAI, por su parte, se compromete a contratar parte sustancial de la capacidad de cómputo que el centro ofrecerá.
El trasfondo de esta movida es estratégico: la carrera global por la inteligencia artificial choca contra un cuello de botella técnico. Los grandes modelos como ChatGPT requieren una capacidad de procesamiento descomunal. Esa potencia —servida desde decenas de miles de chips que trabajan 24/7— solo puede garantizarse en nuevos centros de datos. Y no hay suficientes.
Energía, agua y Patagonia: ¿un combo riesgoso?
Tal como explica la periodista especializada en tecnopolítica Natalia Zuazo, la construcción de un centro de datos no solo demanda tecnología. Requiere grandes cantidades de agua y energía. Los chips que ejecutan las operaciones informáticas generan altas temperaturas, por lo que deben ser enfriados de forma constante. La solución habitual: sistemas de refrigeración alimentados por agua, en muchos casos extraída de ríos o lagos cercanos.
Por eso, la ubicación del proyecto —a la vera del río Limay y del embalse de Piedra del Águila— no es casual. Tampoco inocua. Las regiones patagónicas han vivido en los últimos años episodios de estrés hídrico y conflictos socioambientales, especialmente en zonas como Chubut, donde los lagos Musters y Colhué Huapi han experimentado una caída crítica de sus niveles.
Aunque las empresas suelen destacar que sus sistemas modernos usan «circuitos cerrados» para minimizar el consumo, la instalación de este tipo de infraestructuras en regiones delicadas siempre levanta alarmas. Y más aún cuando el acuerdo se anunció sin una evaluación ambiental previa pública ni detalles técnicos.
¿A quién beneficiará?
Otro punto bajo la lupa es el marco jurídico y económico que amparará la operación. El proyecto ingresará bajo el RIGI, el polémico régimen que otorga beneficios fiscales, cambiarios y aduaneros por 30 años a grandes inversiones extranjeras. Este esquema ha sido criticado por ceder soberanía económica y reducir al mínimo los márgenes de negociación del Estado argentino, que queda atado a condiciones estables sin poder revisar o reorientar los contratos en el futuro.
“Tenemos que preguntarnos si vamos a ser solo proveedores de materias primas —energía, agua, suelo— o si aspiramos a tener un rol en la cadena de valor de la inteligencia artificial”, plantea Zuazo. Y va más allá: “La clave no es solo que OpenAI venga a invertir, sino en qué condiciones y con qué impacto para el país”.
Oportunidad o postal colonial
Para los defensores del proyecto, el centro de datos representa una oportunidad inédita: acceso a la frontera tecnológica, generación de empleo especializado, infraestructura de última generación, y posicionamiento internacional. Para los críticos, en cambio, la instalación de estas “fábricas digitales” bajo esquemas hiperfavorables recuerda el viejo patrón extractivo: el capital y el conocimiento vienen de afuera. Argentina pone el agua, la energía y el silencio fiscal.
Por ahora, no hay estudio de impacto ambiental publicado, ni definiciones sobre tarifas, acceso a los recursos, licencias o eventuales condicionamientos tecnológicos. Tampoco está claro qué porcentaje de la capacidad de cómputo quedará disponible para universidades, científicos o desarrolladores argentinos.
La inversión de OpenAI puede marcar un antes y un después en la relación de Argentina con el mundo tecnológico. Pero ese hito dependerá no del monto anunciado, sino de las condiciones concretas del acuerdo, el control público sobre los recursos involucrados, y la visión estratégica que el país tenga sobre su rol en el mapa digital global.





