Caperucita Verde y el Lobo
Había una vez, en una apacible ciudad del centro-oeste bonaerense, una niña muy conocida por todos. Su nombre real es irrelevante: todos la llamaban Caperucita Verde, por la capa con capucha que siempre llevaba, confeccionada con esmero por su hermana menor, una funcionaria de alto rango. Caperucita adoraba esa capa, y rara vez salía sin ella.
Durante un tiempo, trabajó en el PAMI, gracias a un nombramiento político. Cuando cambió el color del gobierno local, su puesto —como tantos otros— fue dado de baja. Pero antes de marcharse, exigió su indemnización. A pesar de que su cargo era transitorio y de carácter político, la cobró sin pestañear. ¿Quién la pagó? Los mismos de siempre: los jubilados que aún esperan sus remedios. Digámoslo sin rodeos: el equivalente a varias decenas de jubilaciones mínimas.
Su hermana, mujer de buenos contactos, le conseguía un nuevo cargo cada vez que quedaba desempleada. No por méritos, claro, sino por acomodo. Y así fue que una mañana luminosa, mientras el aroma a pasto recién cortado se mezclaba con el de las tostadas, la llamó desde la cocina:
—Caperucita, querida —dijo con dulzura y firmeza—, estás sin trabajo y medio bajoneada. Del otro lado de la ciudad, cruzando unas avenidas, está la empresa de energía eléctrica. Te conseguí un nuevo puesto. Podés empezar ya mismo. Capaz te levanta el ánimo.
—¡Gracias, hermanita! —respondió Caperucita, entusiasmada—. ¡Me encanta cambiar de trabajo!
—Pero escúchame bien —advirtió su hermana, mirándola fijo— acordarte siempre que todos tus empleos han sido designaciones políticas. No critiques a quienes sí se rompieron el lomo para llegar. No prejuzgues. Y sobre todo, no te metas con la vida de los demás. Eso hablaría mal de vos… y también de mí.
Caperucita asintió, tomó su cartera y se despidió con un beso.
—¡Hasta luego, hermanita!
Con su capa verde ondeando al viento, salió a recorrer las calles. No pensaba en el nuevo empleo, sino en los más de cinco millones de pesos que iba a cobrar. Tarareaba una cancioncita mientras las mariposas revoloteaban y los pájaros trinaban. Pero lo que no sabía era que alguien la observaba desde las sombras.
El Encuentro con el Lobo
Oculto entre unos arbustos, un gran lobo gris —de mirada afilada y sonrisa astuta— la seguía con atención. No era un lobo cualquiera: era conocido tanto en los senderos del bosque como en los pasillos del Estado, por su olfato político y su habilidad para los juegos mentales.
—Buenos días, pequeña —dijo con voz melosa, apareciendo desde un costado del camino.
Caperucita, algo desconcertada, recordó las palabras de su hermana. Pero el lobo no parecía peligroso.
—Buenos días, señor Lobo —respondió, educada.
—¿A dónde vas tan temprano con esa elegante capa?
—A mi nuevo trabajo —dijo con orgullo—. Me nombraron a dedo. Voy a cobrar entre cinco y seis millones. ¡Imaginate todo lo que voy a poder comprar!
El lobo sonrió con disimulo.
—Qué suerte la tuya, Caperucita. ¿Y tu hermana vive cerca?
—Del otro lado de la ciudad, en una casita de tejas negras y cerca blanca.
El lobo ya tenía un plan: si tomaba un atajo, llegaría antes. Pero no dio señales.
—Qué lindo día para caminar, ¿no?
—Sí, me encanta ver la ciudad —dijo Caperucita, distraída.
El lobo, astuto, señaló unas flores junto al camino.
—Mirá qué lindas. Seguro que a tu nuevo jefe le encantaría recibir un ramo.
Caperucita, creyendo que sería un gesto encantador, se puso a recolectar flores. El lobo, en silencio, tomó el atajo.
El Lobo Llega Primero
Jadeando, el lobo llegó a la empresa de energía. Tocó la puerta con sutileza.
—¿Quién es? —preguntó el portero.
—Soy Caperucita Verde —dijo el lobo, imitando su vocecita—. Vengo por el nuevo cargo.
—Pasá, la puerta está abierta —respondió el portero, sin sospechas.
El lobo entró, encerró al verdadero jefe en un armario, se puso su ropa y se sentó tras el escritorio. Esperó.
Caperucita Descubre al Lobo
Minutos después, Caperucita llegó con su ramo de flores y una sonrisa que olía a millones.
—¿Jefe?
—Pasá, querida —respondió el lobo, disfrazado.
Caperucita entró. Comenzó a opinar sobre personas que no conocía, señalando defectos, emitiendo juicios rápidos. Había olvidado las advertencias de su hermana.
Pero algo no encajaba: la oficina estaba más oscura, el ambiente más denso. Y el “jefe” no era como se lo habían descrito.
—Qué voz tan rara tiene usted, jefe.
—Estoy resfriado, Caperucita.
—Y qué ojos tan grandes…
—¡Son para verte mejor!
—Y qué orejas tan grandes…
—¡Son para oírte mejor! Y con estos oídos, Caperucita, te escuché hablar mal de personas que no conocés. Gente que trabaja de verdad. Que no te debe nada.
El lobo la miró fijamente.
—¿Por qué te detenés en la paja del ojo ajeno… y no ves la viga en el tuyo?
Caperucita quedó paralizada. Pero justo en ese instante, un trabajador que pasaba por el pasillo escuchó voces extrañas. Abrió la puerta.
El lobo se retiró. Caperucita corrió al armario, lo abrió, y de allí salió su verdadero jefe: algo aturdido, pero ileso.
—¡Qué susto, jefecito! —exclamó.
—Gracias a vos… y a este trabajador que no se hizo el distraído —respondió él.
Un Final Feliz y una Lección Aprendida
Ya más tranquilos, compartieron unas medialunas y conversaron sobre lo ocurrido. Rieron, se abrazaron y pasaron la tarde. Eso sí: Caperucita no dejó de pensar en el jugoso salario que pronto cobraría, cortesía de los usuarios que pagan la luz cada mes.
Desde entonces, prometió no prejuzgar a nadie, especialmente si su lugar en el mundo se lo debía más al acomodo que al mérito. Aprendió que la prudencia es también una forma de inteligencia.
Y el lobo… bueno, el lobo entendió que en un pueblo donde todos se conocen, las máscaras no duran. Y que los comentarios maliciosos, como los boomerangs, siempre regresan.
Porque cuando Caperucita gateaba…el lobo hacía piruetas.
Fin.
EL LOBO





