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El ZORRO: Un ícono popular, una nación y una mirada desinformada

El Señor de la Z ha sido, y sigue siendo, una figura entrañable en la memoria colectiva de generaciones de argentinos, especialmente de quienes crecimos en pueblos y ciudades del interior, donde la televisión abierta no llegaba con facilidad. En aquellos años, tener una TV en casa era un privilegio, y los programas que lograban atravesar la señal precaria se convertían en rituales compartidos, casi sagrados. En esta columna, me propongo repasar la vida de Guy Williams —el actor detrás del antifaz— y su vínculo real, profundo y hasta afectivo con la Argentina.

Días atrás, el presidente de la Nación pronunció una frase que, entre tanta jerga técnica y discursos difíciles de seguir, me dejó perplejo. En una presentación con escaso carisma y mucha rigidez, afirmó sin titubeos: «El Zorro es anarco-libertario». La aseveración me impactó no solo por lo desatinada, sino porque revela una lectura superficial, casi caricaturesca, de un personaje cuya esencia dista mucho de lo que se intentó retratar.

Resulta difícil creer que alguien pueda haber malinterpretado tan profundamente a un personaje como Diego de la Vega. El Zorro no era un iconoclasta desbocado, ni un libertario aislado del tejido social. Era un aristócrata californiano, leal a la Corona Española, nacido en territorio americano, un criollo con todos los matices que eso implicaba en los tiempos del Virreinato. Su linaje podría haber estado emparentado con familias patricias salteñas, o quizás con estirpes como la de Güemes. Era un hombre íntegro, que luchaba por causas nobles, por los marginados, por aquellos a los que el poder dejaba sin voz ni defensa. Y lo hacía desde una visión paternalista, sí, pero comprometida con un horizonte emancipador, muy similar al que impulsó los primeros pasos de la independencia americana.

El Zorro no nos resultaba ajeno. En su gesta contra la tiranía, los argentinos veíamos reflejadas muchas de nuestras propias luchas. Diego de la Vega y su padre bien podrían haber participado de tertulias clandestinas en la jabonería de Vieytes. Su combate contra la corrupción y el autoritarismo resonaba con la historia de los caudillos federales: Quiroga, Peñaloza, Varela. O más adelante, con el ideario de un radicalismo intransigente que se alzaba contra la exclusión política. El Zorro era mucho más que un personaje de aventuras: era una síntesis de rebeldía con conciencia social.

Jamás imaginé a El Zorro bajo la etiqueta de «anarco-libertario». Para mí, representaba a esas comunidades hispanoamericanas donde, ante la injusticia, no se dudaba en organizar una resistencia colectiva. Se convocaban hacendados y jornaleros, y se empuñaban armas en defensa del bien común. En nuestra tierra, esa idea fue carne y hueso: desde Moreira hasta los personajes de Favio, desde Sandokan hasta nuestros propios héroes del pueblo.

Pero lo más increíble ocurrió en 1972. Ese año, Guy Williams desembarcó en Buenos Aires. Dejó de ser un ídolo de pantalla para convertirse en parte de nuestro folklore. Aterrizó en Ezeiza en un Boeing 707 procedente de California, lo aguardaba una muchedumbre eufórica, diversa y festiva, compuesta por niños, padres, y también por grupos populares de estética inconfundiblemente tercermundista, que no ocultaban su fervor. Guy, que apenas chapurreaba el español, no entendía del todo lo que gritaban. Pero entonces hizo algo insólito: alzó la mano haciendo la V de la victoria. Un gesto típico de los años 70 en los Estados Unidos, pero aquí fue interpretado de inmediato como un guiño peronista. La multitud estalló en cantos: «¡El Zorro y Perón, un solo corazón!»Desde entonces, El señor del antifaz se convirtió en parte de nuestra vida diaria, nos arrancaba del campito de la esquina para sentarnos frente al televisor. Nos hablaba de valentía, lealtad y justicia con cada espadazo.

Guy Williams, encantado con el país, decidió quedarse. Se relacionó con artistas locales, tuvo romances, uno de ellos con una mujer de apellido Lisazo, y se instaló en Recoleta, donde murió en 1989, solo y en silencio. Recuerdo que por esos años, en plena interna radical, vi carteles de campaña con un candidato apellidado Monasterio, que llevaba barba candado, idéntica a la del Capitán Monasterio, el eterno enemigo del Zorro. La vida y la ficción se cruzaban una vez más.

Hace poco supe que Williams se ofreció como voluntario para la guerra de Malvinas. Un gesto conmovedor que revela su profunda identificación con nuestro país. En San Andrés de Giles, una placa lo recuerda junto a los héroes caídos, como si fuera uno más de los nuestros.

Por eso me alarma, me indigna, que el presidente analice así a una figura tan simbólica. El Zorro no era un meme ni un remate fácil. Era un emblema de justicia, honor, osadía. Era el sueño de muchos chicos de clase trabajadora que creían que el bien podía imponerse, con inteligencia y coraje, sobre la arbitrariedad y el poder injusto.

Reflexión final

Señor Presidente, le sugiero una pausa en su ofensiva contra el idioma, contra la cultura, contra el buen gusto. Tómese un momento para repensar sus lecturas. Porque si hay alguien que merece llevar una Z —pero no como símbolo de justicia, sino como advertencia de su incomprensión— ese, sin duda, es usted.

Mientras tanto, nuestros jóvenes formoseños —esos mismos que han sido despreciados— fueron destacados por sus habilidades en comprensión lectora en las últimas evaluaciones educativas. Tal vez, con humildad, podría tomar ejemplo de ellos. Y comenzar, aunque sea tarde, a leer con el corazón y no solo con los prejuicios.

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