Mientras el parque automotor de las ciudades del interior argentino crece de forma exponencial, la infraestructura vial se mantiene casi inmóvil. El tránsito se convierte así en una fuente constante de conflictos, multas y discursos: un problema físico administrado con herramientas simbólicas.
Por Andrés Tempo
En el corazón de la provincia de Buenos Aires, la ciudad de 9 de Julio reproduce un patrón que se repite en buena parte del interior argentino: un parque automotor que crece de manera exponencial y una infraestructura vial que permanece casi intacta. La desproporción entre ambas curvas explica, en buena medida, la escalada de incidentes de tránsito, aunque el discurso político prefiera atribuirla a la falta de “educación vial” o a los hábitos de los conductores.
En 1980, la ciudad contaba con unos 5.000 vehículos y apenas 200 motos. Las intersecciones reguladas por semáforos eran cuatro. Cuatro décadas después, el parque automotor ronda los 25.000 vehículos y las motos superan las 10.000. Sin embargo, los semáforos no pasan de una docena. En otras palabras, los vehículos se multiplicaron por seis, las motos por cincuenta y la infraestructura de control apenas se triplicó. Los resultados son previsibles. Congestión, maniobras bruscas, cruces caóticos y un crecimiento sostenido de accidentes menores que no siempre llegan a registrarse.
Pero más significativo que el síntoma es la lógica que sostiene el problema: un sistema político que aborda un desafío técnico con instrumentos discursivos. Donde haría falta ingeniería, se ofrece comunicación. Donde correspondería ajustar tiempos de cruce, se lanza una campaña de concientización. El tránsito, en este contexto, se vuelve un ejemplo casi de manual sobre cómo una cuestión física —la circulación simultánea de miles de cuerpos en movimiento— puede ser transformada en un campo de disputa simbólica. La ineficiencia técnica genera un flujo permanente de conflicto, ideal para la retórica política: no se resuelve, pero tampoco se extingue. Es un tema siempre disponible, siempre actual, siempre útil.
Los gobiernos locales invierten recursos en campañas de prevención, cartelería, publicidad y talleres de educación vial. Pero la infraestructura que debería absorber el incremento del tráfico permanece sin cambios. Si en 1980 cada semáforo regulaba alrededor de 1.300 vehículos, hoy cada uno regula casi 3.000. Desde el punto de vista de la física —no de la sociología—, eso equivale a una red eléctrica que multiplica su consumo sin renovar fusibles. La sobrecarga es inevitable.
El contraste entre la magnitud del problema y la naturaleza de la respuesta revela algo más profundo: una cultura política que prefiere administrar los efectos antes que modificar las causas. La falta de semáforos genera infracciones, las infracciones generan multas, y las multas, recaudación. El sistema, por tanto, se vuelve funcional a su propia ineficacia. La ciudad se adapta a convivir con el error estructural, del mismo modo que una economía puede acostumbrarse a la inflación crónica: denunciándola a diario, pero sin modificar su arquitectura de fondo.
A diferencia de los desastres visibles —una inundación, un apagón masivo—, el colapso del tránsito urbano opera por goteo. No hay un momento de crisis que obligue a intervenir, sino una secuencia diaria de pequeños incidentes dispersos. Esa fragmentación convierte al problema en un excelente tema de gestión simbólica: lo suficientemente grave para justificar campañas, pero nunca tan grave como para exigir una solución estructural. En ese escenario, la educación vial funciona como un sustituto moral de la inversión. El discurso se concentra en las conductas individuales —la prudencia, la responsabilidad, el respeto por las normas—, desviando la atención del déficit material. El resultado es una pedagogía permanente de la culpa, aplicada sobre un sistema que, objetivamente, está mal diseñado.
El caso de 9 de Julio, nuestra ciudad, es ilustrativo pero no excepcional. En buena parte de las ciudades argentinas de tamaño medio, el crecimiento del parque automotor superó con creces la capacidad de las redes urbanas. Aun así, las decisiones políticas tienden a mantenerse en el terreno simbólico: campañas, sanciones, discursos.
Resolver el problema desde la física —más semáforos, más control de flujo, más infraestructura— implicaría reconocer que el enfoque actual es erróneo. Y reconocer un error estructural tiene un costo político que pocos parecen dispuestos a asumir. El resultado es un ecosistema predecible: ciudadanos frustrados, aseguradoras activas, recaudación constante y dirigentes que administran el desorden como si fuera un fenómeno natural.
El tránsito no es un dilema moral ni un enigma social: es una cuestión de ingeniería mal resuelta. Pero en la Argentina, convertir lo técnico en político parece haberse convertido en una forma de gobierno.





