Silos a 200 metros de una escuela: la trampa de “adecuar” lo que nunca fue legal
En un intento de legalización retroactiva, una planta de silos que jamás estuvo habilitada ni operó bajo la ley es presentada ahora como objeto de “adecuación”. Pero el problema no es solo administrativo: la planta está a 200 metros de una escuela.
Legalizar lo ilegal: una costumbre con domicilio en el interior
En la Argentina —y especialmente en muchos municipios del interior— se repite con pasmosa naturalidad una práctica peligrosa: tratar de legalizar, años después, lo que nació directamente al margen de la ley. Y no se lo llama como corresponde. En lugar de admitir que se trató de una infracción —o de una ilegalidad lisa y llana— se lo disfraza con un eufemismo burocrático: “adecuación”. Eso es exactamente lo que está ocurriendo con una planta de silos en la localidad de French, construida sin habilitación, sin estudios, sin permisos, y que jamás operó bajo el marco normativo. Ahora, esa estructura inactiva pretende ser «adecuada». ¿Pero adecuada a qué, si nunca fue legal en primer lugar?
La lógica invertida: primero se instala, después se consulta
El sentido común, la ley y hasta el más básico criterio de prevención indican que antes de desarrollar cualquier instalación de riesgo —como una planta de acopio de granos— deben cumplirse ciertas condiciones mínimas:
- Habilitación ambiental
- Estudio de impacto
- Cumplimiento de distancias mínimas respecto de escuelas o zonas residenciales
- Consulta pública
- Y, por supuesto, la aprobación municipal
Pero acá, como en tantos otros casos, se hizo todo al revés: primero se construyó; después se pidió permiso. La legalidad llega por la ventana, tarde, y con papeles en mano solo cuando alguien prende la luz. Como dijo un funcionario local que prefirió el off: “No se puede adecuar lo que nunca fue aprobado. Eso no es corrección, es encubrimiento.”
A 200 metros de una escuela: el riesgo es real, no retórico
Este no es un dato menor. Las plantas de silos generan partículas en suspensión, riesgo de explosión por combustión del polvillo, tránsito pesado y ruidos constantes. La legislación nacional y muchas ordenanzas locales son claras: estas instalaciones deben estar ubicadas a no menos de 500 a 1.000 metros de instituciones escolares o zonas urbanas. En este caso, la planta está a solo 200 metros de una escuela. No se trata de una percepción: es un dato técnico, medible y extremadamente preocupante. Intentar “adecuar” esa situación es un acto de negligencia institucional que pone en riesgo la salud de alumnos, docentes y personal educativo. La pregunta es directa: ¿quién se hará cargo si ocurre un accidente? ¿Qué dirá el Estado si se demuestra que habilitó, con papeles truchos o por omisión, una planta que no cumplía ni uno solo de los requisitos?
La ficción institucional: cuando “adecuar” significa encubrir
Aceptar una “adecuación” en estos términos es, en la práctica, legalizar lo ilegal. Es premiar al que hizo todo mal, al que se instaló sin permisos, mientras otros —vecinos, productores, pymes— cumplen la ley, pagan estudios y respetan reglas. Cuando el Estado convalida lo irregular, no solo fracasa en su función de control: habilita la anarquía normativa. Sienta un precedente peligroso: si hoy se aprueba esto, mañana cualquiera podrá instalar una planta al lado de una escuela y después “acomodar los papeles”.
Conclusión: no es adecuación, es omisión grave
Esto no es un problema técnico ni administrativo. Es un problema de responsabilidad política. Si el Estado —municipal o provincial— permite que esta planta se mantenga bajo el disfraz de una «adecuación», está renunciando a proteger, a prevenir y a controlar.
Epílogo: la ética según el color político
Y por si algo faltara para cerrar el círculo, uno no puede evitar preguntarse —entre el asombro, la risa y una sensación difícil de tragar— cómo se pasa de terminar el secundario, más allá de cierta sintonía (y oportunas coincidencias) con algunos amigos “amarillos”, atravesando la primera noche en Capital Federal envuelto en una bolsa de dormir, a apenas una década después, tener tiempo para jugar al golf, brindar con etiquetas de colección en una cava millonaria y ser parte de una sociedad anónima que ofrece múltiples servicios.
Yo, ingenuo, pensaba que los milagros económicos —como los de Lázaro Báez— eran patrimonio exclusivo del peronismo. Pero parece que el mérito, con buenos contactos y algo de suerte, también sabe vestirse de amarillo.
El Lobo





