Por Andrés Tempo
El desarrollo económico de una ciudad no depende únicamente de la inversión privada o del dinamismo emprendedor de sus habitantes. Depende, de forma decisiva, de la calidad de sus instituciones. Allí donde el Estado local renuncia a ejercer autoridad, administrar el territorio y hacer cumplir la ley, el mercado pierde capacidad de coordinar expectativas. Y cuando no hay expectativas estables, no hay inversión. Este es, hoy, el problema estructural que atraviesa Ciudad Nueva, y otras áreas residenciales de Nueve de Julio: un municipio que desincentiva, explícitamente o por omisión, la inversión productiva y la valorización del suelo urbano.
Para comprender la magnitud del problema es necesario descender a las particularidades: en zonas que el propio Código de Planeamiento Urbano clasifica como residenciales, conviven —y en muchos casos proliferan— actividades totalmente incompatibles con la vida urbana: establos improvisados, caballos circulando y pastando en vía pública, camiones estacionados de forma permanente en calles internas, acoplados y unidades de transporte pesado operando donde deberían existir únicamente viviendas familiares. El municipio no solo lo tolera: lo naturaliza. La falta de autoridad no es solo un hecho operativo, es una orientación política.
Esta permisividad —que suele justificarse como “flexibilidad”, “tolerancia social” o “costumbre”— tiene consecuencias económicas profundas. Cuando se permite que actividades ilegales o prohibidas se consoliden en un área residencial, el valor de los terrenos se desploma. Ningún propietario puede resguardar el valor de su patrimonio cuando al lado funciona un patio de camiones o un establo. Ningún inversor urbano serio, constructor o familia proyectando su vivienda, destinará recursos a mejorar, ampliar o embellecer una casa rodeada de actividades que degradan el entorno, el aire, el ruido, la seguridad y la higiene.
Este proceso tiene efectos multiplicadores negativos. A menor valorización del suelo, menor incentivo a la construcción. A menor inversión en construcción, menos empleo local, menos dinamismo comercial y menos recaudación sostenible de impuestos. El municipio ahoga supropia base económica, y a cambio obtiene solo precariedad.
Pero el problema no termina ahí. La ausencia de autoridad se agrava por la precariedad de los servicios básicos: cloacas que no funcionan, presión de agua insuficiente, luminarias deficientes, recolección de residuos irregular. Es decir: incluso el estándar mínimo que el Estado debería garantizar para que una zona pueda funcionar como área urbana está erosionado. A esto se suma una carga tributaria municipal elevada, difícil de justificar cuando el contribuyente ve que lo que paga no se traduce en servicios, sino en abandono.
Tomemos un ejemplo preciso. Un propietario en Ciudad Nueva decide demarcar su terreno. Un agrimensor le cobra 300.000 o 400.000 pesos. Esa inversión debería permitirle comenzar una obra en condiciones de normalidad. Sin embargo, si no construye rápidamente, los caballos que el municipio permite circular destruyen los mojones de la demarcación. El costo no es solo monetario: es la imposibilidad de planificar. Sin planificación, no hay inversión. Sin inversión, no hay desarrollo.
El mismo absurdo se observa en el caso de los camiones. El municipio prohíbe —en papeles— el guardado de camiones y acoplados. Pero en los hechos, lo permite. Esto genera una contradicción perversa: el vecino que quisiera habilitar formalmente un garage de transporte no puede hacerlo porque la normativa lo prohíbe. Pero el vecino que decide usar su tierra ilegalmente, lo hace sin consecuencias. Es decir: secastiga al que quiere cumplir la ley y se premia al que la rompe. No existe un incentivo másdevastador para una economía local que ese.
La economía es, en esencia, un sistema de señales. Si la señal es que cumplir no sirve, que invertir es perder, que mejorar la propiedad no aumenta su valor, que el Estado no protege el entorno común y que no existe autoridad capaz de hacer valer las normas que la comunidad acordó, entonces la única conducta racional es retirarse. Retirarse de la inversión, retirarse del esfuerzo, retirarse del proyecto urbano. Lo que se desmorona no es simplemente el orden físico del barrio, sino la confianza colectiva.
Nueve de Julio no padece un problema técnico. Padece un problema político: la renuncia del municipio a ejercer el rol que le corresponde. Gobernar no es “dejar estar”. Gobernar es dirigir, ordenar, priorizar, hacer cumplir y cuidar el valor colectivo. El crecimiento de una ciudad no se impide por falta de recursos, sino por falta de decisión. Y hasta que no exista una autoridad que entienda que la legalidad es una condición económica —no solo jurídica—, Nueve de Julio, seguirá siendo lo que es hoy: un territorio atrapado entre el potencial urbano y la degradación rural improvisada. Una ciudad que podría valer más, se podría vivir mejor y generar riqueza, pero que está siendo condenada por la inacción. La pregunta entonces no es solo cómo crecer. La pregunta es quién está dispuesto a poner orden para que crecer sea siquiera posible.





