La narrativa de que el alineamiento automático con Estados Unidos garantiza inversión, crecimiento y estabilidad recorre buena parte del discurso de las derechas latinoamericanas. Sin embargo, la experiencia histórica y regional sugiere que la subordinación no asegura desarrollo. De Colombia a El Salvador, los datos desmienten el mito de la colonia próspera.
Colonia o desarrollo
En buena parte de América Latina, las derechas insisten en una premisa cada vez más discutida: que el alineamiento automático con Estados Unidos es el camino más rápido hacia el desarrollo económico. Bajo esa lógica, una economía subordinada, sin política industrial ni autonomía estratégica, recibiría inversiones externas, tecnología y estabilidad institucional a cambio de buena conducta. La historia reciente y los datos regionales, sin embargo, pintan un panorama muy distinto.
El primer paso para abordar este debate exige dejar de lado los reflejos nacionalistas o ideológicos. No se trata de repetir consignas —ni “seamos libres que lo demás no importa nada” ni su reverso cínico: “seamos obedientes que la prosperidad vendrá por añadidura”—, sino de analizar con datos concretos si el modelo neocolonial es sostenible en términos sociales, productivos y políticos.
Colombia: siete bases, pero sin prosperidad
Colombia es probablemente el caso más emblemático de alineamiento total con la potencia hemisférica. Desde principios de los años 2000, el país ha recibido ayuda militar y económica directa de Washington bajo el paraguas del “Plan Colombia”, en buena parte canalizado a través de siete bases estadounidenses operativas en su territorio.
Pero si el argumento de la obediencia a cambio de bienestar fuera cierto, Colombia debería ser hoy uno de los países más prósperos de la región. No lo es. Entre 2010 y 2022, la cantidad de colombianos radicados en Argentina creció de 17.000 a más de 110.000, un aumento del 550%. Muchos llegaron en busca de oportunidades laborales y educativas que no encontraron en su país de origen. La universidad pública gratuita y el acceso al empleo siguen siendo valores diferenciales del Estado argentino frente a la exclusión social persistente en Colombia.
El contraste es especialmente llamativo si se considera que Colombia fue gobernada durante más de dos décadas por fuerzas conservadoras fuertemente alineadas con Washington. El actual presidente, Gustavo Petro, representa una excepción a esa regla histórica. Su llegada al poder es, de hecho, una respuesta política al fracaso de ese modelo económico y de seguridad.
Honduras: obediencia sin resultados
En Centroamérica, el caso de Honduras refuerza esta lectura. Desde los años 80, el país ha sido un enclave estratégico para Estados Unidos en su lucha contra el comunismo primero, y contra el narcotráfico después. La base de Soto Cano, también conocida como Palmerola, ha operado como un centro logístico y de deportación de migrantes durante décadas.
Sin embargo, el Producto Bruto Interno per cápita hondureño es apenas un cuarto del argentino. La pobreza estructural, la debilidad institucional y la emigración masiva son parte del escenario permanente. La reciente elección de Xiomara Castro como presidenta —esposa del derrocado Manuel Zelaya en 2009, víctima de un golpe con aval externo— señala un intento de revertir décadas de sometimiento económico y político.
El Salvador: control, no desarrollo
Otro ejemplo reciente es El Salvador. El país alberga una base conjunta con Estados Unidos en Comalapa, clave en la estrategia regional antidrogas. Pero el narcotráfico lejos está de haberse contenido: en 2023, según la ONU, se produjeron 3.700 toneladas de cocaína en la región, un 34% más que el año anterior. La DEA estima que el 80% de la cocaína que llega a Estados Unidos proviene de Colombia. Las bases, entonces, no parecen estar cumpliendo su supuesto objetivo.
Esto pone en duda la retórica oficial sobre la “guerra contra las drogas”, que en muchos casos parece más un pretexto geopolítico para mantener presencia militar en la región que una política real de seguridad. La pregunta que sobreviene es inquietante: ¿qué función cumpliría ese despliegue si no existiera el narcotráfico?
México: otro camino posible
En contraste, México muestra otra alternativa. En los últimos siete años, bajo la presidencia de Andrés Manuel López Obrador, el país tomó distancia del alineamiento automático con Estados Unidos. Apostó a una estrategia de desarrollo con mayor autonomía, fortalecimiento de la inversión pública y reindustrialización.
El resultado ha sido una mejora sostenida de indicadores sociales y económicos, y una reducción de la dependencia estructural. Si bien persisten desafíos enormes, México parece haber entendido mejor que otros que la sumisión geopolítica no garantiza un desarrollo sostenible.
Subordinación no es sinónimo de progreso
La experiencia latinoamericana muestra que ningún país ha alcanzado prosperidad estable siendo una economía subordinada y sin capacidad de decisión propia. Las bases militares no traen inversión productiva, el control externo no garantiza seguridad, y la obediencia política no genera mejoras estructurales.
El espejismo de la colonia próspera puede seducir en el corto plazo, pero está lejos de traducirse en realidades tangibles para las mayorías. En el fondo, el verdadero debate sigue siendo el de siempre: qué modelo de país construir, con qué grado de autonomía, y en función de qué intereses.




