En la Argentina existe una regla no escrita que ordena, condiciona y explica buena parte de la política judicial: Comodoro Py no avanza contra un presidente en ejercicio, espera a que pierda poder. Solo entonces, cuando el dirigente vuelve al llano y se diluye su capacidad de presión, se habilita el momento del castigo. La historia reciente ofrece un patrón casi matemático: Carlos Menem fue detenido cuando ya era un actor marginal; Cristina Kirchner fue condenada tras dejar la Presidencia; Mauricio Macri, Alberto Fernández y Fernando de la Rúa fueron procesados después de abandonar el poder real. La Justicia federal no rompe esa lógica: la administra.
El caso de la ex vicepresidenta es ilustrativo. Durante años, aun con múltiples investigaciones abiertas, Cristina Kirchner conservó un margen de protección tácita. Incluso en tiempos del macrismo, el debate en la mesa judicial no era si había elementos o no para avanzar, sino si convenía forzar a los magistrados a encarcelarla. No prevaleció la audacia sino el cálculo: aun presionados, los jueces preferían no meterse a fondo con una dirigente que todavía podía volver. Y volvió.
La Causa Cuadernos —hoy en pleno juicio oral— expone otro rasgo estructural: la corrupción en la obra pública fue transversal, ajena a la grieta. Ángelo Calcaterra, primo de Mauricio Macri, admitió haber pagado coimas a funcionarios kirchneristas para acogerse a la figura del arrepentido, confirma que el sistema funcionaba con la misma lógica sin importar quién gobernara. Unos pagaban, otros cobraban; la disputa era discursiva, no económica.
Ese entramado revela que el negocio no era partidario, sino estructural. Y que el problema no era el color político de la gestión, sino un esquema que convirtió al Estado en un administrador de favores. La obra pública operó como la caja compartida de una clase dirigente que cambiaba de relato, pero no de prácticas.
La actual narrativa del “anticasta” tampoco rompe ese patrón. Al repasar expedientes vinculados a contrataciones irregulares o presunto cobro de coimas en organismos como la ANDIS, emerge la misma matriz: un sistema de poder que se presenta como renovación, pero reproduce viejos mecanismos. Esas causas todavía no inquietan porque el ciclo judicial tiene su propia lógica: el reloj se acelera cuando el protagonista pierde el paraguas del poder político.
Ese es, en definitiva, el timing de la Justicia argentina: un péndulo que acompasa sus movimientos a la respiración del poder real. Mientras tanto, los juicios emblemáticos avanzan con velocidad selectiva, las responsabilidades se diluyen en la grieta y la institucionalidad queda subordinada a una pregunta tan sencilla como inquietante: ¿quién gobierna y por cuánto tiempo más?







