7 Dic 2025
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Nueve de Julio

Golpear para negociar

Trump no solo parece estar perdiendo la guerra comercial, sino que aún tiene mucho más que perder si persiste en su postura aislacionista. Las advertencias que en su momento fueron tildadas de pesimistas están comenzando a cumplirse: las alianzas en Asia se están reconfigurando a gran velocidad y hasta Europa evalúa reorientar su comercio hacia el este. Paradójicamente, los aranceles impuestos por Estados Unidos parecen estar fortaleciendo los planes estratégicos de China, que avanza en la consolidación de su área de influencia, mientras que Estados Unidos se debilita incluso en las suyas.

La verdadera amenaza radica en que, si los líderes políticos no toman decisiones a tiempo, serán los precios —una herramienta mucho más instantánea y poderosa— los que modelan la realidad. Nadie, ni dentro ni fuera de Estados Unidos, aceptará pasivamente pagar los costos derivados de los aranceles. Hoy, el aumento de precios, la caída del comercio, la baja en las cotizaciones bursátiles y la amenaza de recesión ya son un hecho. Frente a eso, la tan prometida reindustrialización, que apenas cuenta con un bosquejo de plan, es un proyecto a muy largo plazo. Mientras tanto, Trump no ofrece más que incertidumbre, señales contradictorias y un comportamiento errático.

Sin embargo, el presente también revela una dimensión fascinante, especialmente para los cientistas sociales: estamos atravesando una transición hacia un orden internacional de hegemonías fragmentadas, como lo define Juan Gabriel Tokatlian. En este nuevo escenario, Estados Unidos —sin haber caído en la decadencia— ha perdido la primacía indiscutida que ostentó desde la Segunda Guerra Mundial.

La guerra arancelaria es una manifestación de esa impotencia global: su mercado, aunque sigue siendo relevante, ya no es lo suficientemente dominante a escala planetaria. Por eso, su única estrategia viable parece ser un repliegue sobre sí mismo y sobre sus viejas zonas de influencia, a las que apenas impuso un arancel del 10 %. En cambio, China está en condiciones de sobrellevar incluso una eventual pérdida total del mercado estadounidense. No dejará de ser una potencia productiva por ello; en el peor de los casos, sus tiempos de crecimiento podrían ralentizarse, pero su modelo de desarrollo capitalista ya ha demostrado ser competitivo y, al menos por ahora, más eficaz que el occidental.
En este contexto, Argentina parece haber elegido la peor forma de inserción internacional. Su economía compite con la estadounidense en varios sectores clave. Hoy podría ser una oportunidad inmejorable para profundizar vínculos comerciales con China, especialmente como proveedora de materias primas y sus derivados, lo cual permitiría comenzar a resolver una de sus principales restricciones estructurales: la externa. Esta estrategia contribuiría genuinamente a recuperar la estabilidad macroeconómica y a reconstruir la moneda nacional.

Pero el modelo impulsado por La Libertad Avanza ha optado por una alineación incondicional con Estados Unidos. Prueba de ello es la reciente decisión del FMI, a instancias de Washington, de otorgar un nuevo crédito multimillonario al país un crédito impagable y condicionado. Este nuevo endeudamiento no solo profundiza la dependencia, sino que elimina de facto los márgenes de maniobra de la política económica. Luego del préstamo, el mileísmo volvió al guión habitual: usar la deuda para sostener un tipo de cambio ficticio como ancla antiinflacionaria. Todo funciona como si el recurso al FMI no hubiese sido necesario, como si el multimillonario déficit turístico fuese irrelevante, como si diez meses consecutivos de déficit en la cuenta corriente cambiaría no tuvieran consecuencias.

En otras palabras, los principales indicadores económicos están en rojo, y el modelo sobrevive únicamente gracias al endeudamiento. La ficción financiera es total, y buena parte del establishment económico finge no verlo. Se aplaude, sin mayor análisis, una «salida parcial del cepo», mientras se celebra la destrucción del Estado.

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