El círculo político y empresarial que la frecuentó suele coincidir en una idea incómoda: Patricia Bullrich avanza incluso cuando avanzar la desgasta. “No está capacitada para presidir ni un consorcio”, arriesgó un empresario con pasado fugaz —y exitoso— en la política. En campaña, Mauricio Macri llegó a pedirle a un economista del PRO que le diera clases urgentes porque confundía “desfacción” con recesión e hiperinflación. Ni su oratoria la ayuda: su dicción entrecortada convirtió en viral a su imitadora, Anacleta Chicle, del programa de Tomás Rebord.
El periodismo crítico irrita a quienes se autoperciben dueños de la verdad. Y Patricia Bullrich genera testimonios directos de primera línea. “Bullrich no sabe nada de seguridad; hace política con la seguridad”, sentenció un gobernador reconocido por su combate contra el delito. Ella responde por otro flanco: “Todo el tiempo me dicen borracha porque no me pueden acusar de haberme quedado con un peso”, se defendió, reivindicando austeridad personal.

Elisa Carrió, su antepenúltima líder política, la describió con la precisión que da la convivencia: “No puede parar y a veces tiene formas masculinas”. También recordó sus pases de bando: del peronismo de izquierda al menemismo; de Menem a la Alianza para ser ministra de Trabajo de De la Rúa; luego al PRO, y ahora una porción del PRO hacia La Libertad Avanza. Una constante: siempre con quien cree que marca la dirección del viento histórico.

Macri, cuando la designó ministra de Seguridad en 2015, justificó esa elección por “su disposición a trabajar 24 horas”. Ese cargo fue el que Bullrich convirtió en marca política personal: mano dura, épica policial y presencia pública.
El viernes, al jurar como senadora, la acompañó su pareja, Guillermo Yanco. Ella misma recuerda haberle advertido: “Nunca me hagas elegir entre la política y mi pareja, porque ya sabés la respuesta”. Su trayectoria confirma ese mandato interno: avanzar siempre, incluso a costa de cualquiera.
Su choque inmediato con Victoria Villarruel reactivó un contraste histórico inevitable. El padre de la vicepresidenta fue reconocido por el general Balza como uno de los combatientes más valientes de Malvinas, aunque en 1983 se negó a jurar la Constitución. Bullrich, en los 70, integraba Montoneros; su primer esposo, Marcelo “Pancho” Langieri, era parte del círculo íntimo de Galimberti. Hoy Villarruel se autopercibe garante del orden constitucional mientras Bullrich encarna la metamorfosis opuesta: del setentismo a la reivindicación de figuras policiales de mano dura.
El sociólogo Langieri —docente universitario, exsecretario académico de Sociología en la UBA y coordinador del Programa UBA XXII en cárceles— mantiene posiciones diametralmente opuestas a las de Bullrich. En un texto reciente, “Argentina. De Ramón Falcón al Ford Falcon: vergüenzas de época”, cuestionó duramente la decisión del Ministerio de Seguridad de restituir nombres emblemáticos de la represión ilegal en escuelas policiales. Su frase más punzante fue personal: “Debería avergonzar a la ministra autora de dicho acontecimiento”. La ministra: su exesposa.
Pero Bullrich no se inmuta. Tampoco se detiene. Sumó tres diputados más —Verónica Razzini, Alejandro Bongiovanni y Lorena Petrovich— al bloque propio dentro de La Libertad Avanza. Ya había arrastrado ocho del PRO y, días atrás, tres radicales (Mariano Campero, Luis Picat y José Tournier). Sus 14 legisladores permiten que LLA roce los 94 diputados y amenace la primera minoría del peronismo.
Patricia Bullrich no puede parar. Ese impulso —que sus aliados llaman “dedicación” y sus críticos “voracidad”— fue su motor en cada giro biográfico. La define más que cualquier cargo: una política que avanza aun cuando avanzar la enfrenta con su pasado, con sus aliados y hasta con su propia biografía.







