5 Dic 2025
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Nueve de Julio

AFA y la moral pragmática nacional

La crisis de la AFA ya no puede explicarse sólo por sus escándalos económicos, su dirigencia enquistada o sus decisiones opacas. El problema es más profundo: la Asociación del Fútbol Argentino se transformó en un espejo de la cultura política del país. Lo que allí ocurre no es una anomalía deportiva, sino una reproducción concentrada de los hábitos colectivos que la sociedad tolera —y en algunos casos celebra— bajo la lógica del “mientras ganemos, todo vale”.
La AFA no funciona como una organización moderna, sino como una estructura patrimonial de poder: cargos que se heredan, beneficios que se reparten entre fieles, lealtades que se compran mediante prebendas. La lógica es feudal: la institución no pertenece a los clubes, sino a quienes la controlan. No administra reglas, administra obediencias.
En este modelo, la rendición de cuentas no es un procedimiento necesario, sino una amenaza al orden interno. Lo que Max Weber definió como dominación patrimonial —un poder ejercido como extensión privada de un líder— encuentra en Viamonte 1366 uno de sus ejemplos más crudos: una legalidad apenas decorativa y una estructura política sostenida por fidelidades personales.
Ese patrón coincide casi a la perfección con la matriz de la política argentina: centralismo, opacidad, culto al líder y escaso control institucional. La AFA opera como un micro-Estado donde el poder se administra como patrimonio familiar y la ley se negocia como un recurso, no como un límite.
Pero el rasgo más perturbador no reside en la cúpula, sino en la sociedad que legitima la dinámica. La Argentina construyó una moral pragmática del éxito: mientras el resultado emocional sea positivo, la ética se vuelve prescindible. El fútbol funciona como compensación simbólica frente a la vida cotidiana marcada por la precariedad, la inflación, la inseguridad. Como señaló Pierre Bourdieu, la gloria deportiva opera como capital simbólico que reemplaza lo que el Estado no provee: horizonte, identidad, orgullo colectivo.
En ese marco, la AFA deja de ser solo una institución corrupta para convertirse en un dispositivo cultural: enseña que incumplir reglas es aceptable si el éxito trae alivio. Lo mismo ocurre en la política, donde un líder eficaz se celebra más que un sistema institucional sólido. Importa ganar, no cómo se gana. Importa imponer, no justificar.
La conocida frase “roban pero hacen” no es una ocurrencia popular: es un pacto social degradado. Un contrato tácito donde la sociedad renuncia a la transparencia y entrega su exigencia de verdad a cambio de la anestesia del triunfo. Las Eliminatorias y los Mundiales cumplen así una doble función: fiesta y cortina; celebración y blindaje. Por eso, la AFA no es simplemente un foco de corrupción: es la expresión concentrada de un país que dejó de escandalizarse. Donde el desorden se gestiona, el abuso se negocia, el poder no se controla y la gloria funciona como absolución moral. El Mundial actúa como indulgencia colectiva: perdona balances turbios, arbitrajes dudosos, favores cruzados y estructuras que operan como feudos modernos.
El problema, entonces, no es solo la AFA. El problema es la cultura que la sostiene, la reproduce y la aplaude. Mientras el éxito siga funcionando como coartada moral y la ética como obstáculo, la Argentina continuará celebrando la Mano de Dios con una mano… y firmando la resignación con la otra.

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