Especial Redacción Extra
En los últimos días, desde distintos espacios mediáticos locales, volvió a instalarse una idea que busca convertirse en sentido común: que la crisis económica obliga a ajustar, que no hay margen para alternativas y que, aun en ese escenario, hay que “seguir trabajando” por el municipio. El planteo se presenta con un lenguaje moderado, técnico, casi pedagógico. Pero detrás de esa narrativa ordenada se esconde una concepción de la política que merece ser discutida con mayor profundidad.
Porque el ajuste no es una ley natural ni un fenómeno externo imposible de evitar. No es una tormenta ni una sequía. Es una decisión política. Y como toda decisión política, tiene responsables, prioridades y consecuencias concretas. Cuando se afirma que subir tasas es inevitable porque aumentaron los costos, pero no se discute en paralelo cómo se administra el gasto, qué se revisa hacia adentro del Estado municipal o qué intereses se preservan, el ajuste deja de ser una herramienta coyuntural y se transforma en un rumbo.
En ese discurso, la caída de la recaudación suele explicarse casi exclusivamente por una supuesta baja presión tributaria. Sin embargo, se omite un dato central: la recaudación también depende de la confianza social, de la percepción de justicia del sistema y de la calidad de los servicios que se reciben a cambio. Incrementar tasas en un contexto de deterioro económico generalizado no fortalece al municipio; tensiona aún más el vínculo entre el Estado local y vecinos que ya vienen sosteniendo el peso de la crisis.
Algo similar ocurre cuando se enumeran los problemas de infraestructura, el estado de los caminos rurales o la imposibilidad de renovar maquinaria. Se describen los efectos, pero no se revisan las decisiones previas. No se explica qué gastos se priorizaron, cuáles se postergaron y qué modelo de gestión llevó a ese punto. El ajuste aparece así despolitizado, presentado como una consecuencia inevitable y no como el resultado de una cadena de elecciones.
El conflicto con los trabajadores municipales expone con crudeza esa lógica. Se habla de diálogo, de propuestas y de voluntad de consenso, pero el escenario real es el de salarios deteriorados, pérdida sostenida del poder adquisitivo y condiciones laborales cada vez más frágiles. Pagar aguinaldos no es un gesto de buena gestión: es una obligación legal. Recortar ingresos reales, en cambio, sí es una decisión política, aunque se la intente justificar como un sacrificio necesario.
También se repite con insistencia la necesidad de una reforma tributaria para lograr mayor autonomía municipal. El concepto suena moderno y razonable, pero en la práctica suele traducirse en lo mismo de siempre: más presión sobre los mismos sectores, sin una estructura progresiva real, sin segmentación y sin una discusión profunda sobre quiénes están en mejores condiciones de aportar y quiénes deberían ser protegidos. Sin justicia fiscal, la autonomía es apenas una consigna.
El problema de fondo no es reconocer la crisis. Negarla sería irresponsable. El verdadero problema es convertirla en un argumento que clausura cualquier discusión alternativa. Cuando desde los micrófonos se afirma que no hay otro camino que ajustar, lo que se está diciendo, en realidad, es que no se quiere discutir el rumbo.
Gobernar no es solo administrar escasez ni equilibrar planillas. Gobernar es decidir cómo se reparte el esfuerzo, qué se defiende, qué se resigna y a quiénes se les pide paciencia. Presentar el ajuste como sinónimo de responsabilidad es una forma elegante de evitar esa discusión y de despolitizar decisiones profundamente políticas.
En tiempos difíciles, la política local necesita algo más que frases hechas y diagnósticos repetidos. Necesita coraje para discutir prioridades y honestidad para asumir las consecuencias de las decisiones que se toman. Naturalizar que la crisis se paga con salarios bajos, servicios deteriorados y mayores cargas para los vecinos no es gestión responsable: es renuncia política.
Porque cuando el ajuste se presenta como inevitable, deja de ser provisorio. Y cuando deja de ser discutido, se convierte en norma. En ese punto, el problema ya no es económico: es profundamente político.





