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viernes, 17 mayo, 2024

Balbín, “el hombre de los pantalones arrugados”

Ricardo Balbín nació en Buenos Aires el 29 de julio de 1904. En 1916, tras completar la escuela primaria en Ayacucho, se trasladó a la Capital Federal. Asistió a la asunción de Yrigoyen y quedó profundamente impresionado por la multitud que festejaba la llegada del líder radical al gobierno. Se graduó con diploma de honor en el Colegio San José y se inscribió en 1921 en la Facultad de Medicina, pero debió abandonar la carrera por la mala situación económica familiar. Pronto se mudaría a La Plata, donde ahondó su compromiso político y se afilió a la Unión Cívica Radical. En 1924 se inscribió en la Facultad de Derecho de la que pronto fue delegado ante la Federación Universitaria de La Plata. En 1927, obtuvo el título de abogado. Para entonces su vocación estaba bien definida y se volcaría de lleno a la actividad política.

Durante la segunda presidencia de Yrigoyen, Balbín fue designado fiscal del crimen en Mendoza. Más tarde regresó a Buenos Aires y concentró sus actividades en un comité de la UCR de la capital. Fue electo diputado provincial en 1931, pero las elecciones fueron anuladas por el gobierno de facto de Uriburu. También triunfó en las elecciones legislativas de Buenos Aires, en febrero de 1940, durante el gobierno de Manuel Fresco, pero tampoco en esta ocasión llegó a asumir. Había prometido que, de triunfar en elecciones en las que se hubiera practicado el fraude, renunciaría de inmediato a su banca, y el fraude había sido escandaloso.

Tras el triunfo de Juan D. Perón, en febrero de 1946, Ricardo Balbín fue electo presidente del bloque radical. Esta vez llegaría a asumir su banca, pero sufrió censura, persecuciones y cárcel. Fue un decidido opositor al gobierno peronista. En 1955, Perón fue derrocado por la llamada “Revolución Libertadora”. El radicalismo apoyó al nuevo gobierno y se incorporó a la Junta Consultiva. Muy pronto las disidencias internas en torno a la relación con el peronismo depuesto llevaron a la fractura del radicalismo que se dividió en la Unión Cívica Radical del Pueblo, liderada por Balbín, y la Unión Cívica Radical Intransigente, liderada por Frondizi.

En 1963, Balbín declinó la candidatura presidencial por la UCRP y cedió el lugar a Arturo Illia, quien –para sorpresa de muchos- fue proclamado presidente con el 25% de los votos. Durante el gobierno de Illia, Balbín cumplió un importante rol consultivo como presidente del partido y participó activamente en la conformación del gabinete.

Más tarde, durante la autodenominada “Revolución Argentina”, Balbín integró la «Hora del pueblo», una agrupación multipartidaria que se proponía la recuperación de las instituciones democráticas. En marzo de 1973, encabezó la fórmula presidencial, pero perdió frente al candidato peronista, Héctor Cámpora. Nuevamente sería la cabeza de la fórmula presidencial radical en las elecciones de septiembre de ese mismo año, donde Perón se impuso con el 61 % de los votos frente al 21 % de la UCR, frustrando por cuarta y última vez las aspiraciones de Balbín de acceder a la primera magistratura (Balbín se había postulado sin éxito como candidato a presidente en otras dos oportunidades: en noviembre de 1951, cuando Perón logró la reelección y en febrero de 1958, cuando ganó el candidato de la UCRI, Arturo Frondizi).

Tras el golpe militar de marzo de 1976, el radicalismo decidió buscar apoyo internacional. En mayo de ese año Balbín asistió en Caracas a la reunión de la Internacional Socialista y se pronunció contra la violencia guerrillera y por la vuelta de la democracia a la Argentina. Sin embargo, su actitud frente a la dictadura fue de tácita adhesión. Llegó a decir que Videla era el general de la democracia.

En 1981, Balbín, junto a dirigentes políticos del radicalismo, el desarrollismo y la intransigencia, impulsó la creación de la «Multipartidaria», una especie de versión aggiornada de la Hora del Pueblo. La salud le jugará una mala pasada y no alcanzará a ver funcionando a pleno a ese nuevo ámbito democrático. El 9 de septiembre de 1981, moría en La Plata a los 77 años. Su entierro fue multitudinario y se constituyó en un lugar de encuentro de los partidarios de la democracia que cantaban al unísono: «se va a acabar la dictadura militar”.

Reproducimos a continuación un artículo aparecido en la revista Primera Plana, en octubre de 1964, donde se alude tanto a la influencia que ejercía Balbín en el gobierno de Arturo Illia como a los hábitos y pasiones de este emblemático líder radical.

Fuente: Primera Plana N° 101, 13 de octubre de 1964

Balbín, la grisácea eminencia

Se quitó los anteojos con armazón de metal, sin aros. Bebió un sorbo de té. «Yo no trabajo para ser presidente. No concibo que se trabaje para presidente. Lo importante es trabajar por el país, no por los cargos.» Las palabras de Ricardo Balbín sonaron entre las paredes del comité nacional de la UCRP, en la calle Alsina, de Buenos Aires. Parecían una mera disculpa en labios de quien pasa por ser la eminencia gris del régimen de Arturo Illia, el inapelable movedor de los hilos.

Una disculpa, también, para un hombre que en 44 años de vida política sólo ocupó un cargo electivo nacional: dos años, como diputado, bajo el gobierno de Juan Domingo Perón. Una disculpa, en suma, para quien se eternizó en las candidaturas: a gobernador de Buenos Aires (1951), a presidente de la República (1951, junto a Arturo Frondizi), al mismo cargo en 1958.  Cuando el juego político, que hasta entonces sólo le había provocado frustraciones (y también cárcel y procesos por desacato), apartó su figura para encumbrar la de Arturo Illia, una pregunta martilló a los radicales del Pueblo y a muchos electores: ¿qué hubiera sucedido, en julio de 1963, si en vez de Illia hubiera sido Balbín la cabeza de la fórmula?

De todos modos, ya en los alrededores del 12 de octubre, se perfilaba una respuesta. La dio, inclusive, un veterano afiliado del partido: “Quizá no ganaba Balbín, como no ganó antes, ni siquiera en el 58, cuando mantuvo su idilio con el régimen saliente. Pero con Illia subió al poder la UCRP, y Ricardo podía darse, por fin, el placer de gobernar”.

Primera Plana interrogó concretamente a Balbín sobre la media docena de episodios importantes en los que hasta algunos radicales del Pueblo admiten su poderoso influjo, sus decisiones: designación de ministros antes y después del 12 de octubre (el último caso: Juan Carlos Pugliese), manejo de las radios y la televisión, abastecimiento y carestía de la vida, nombramiento de embajadores, intervención en Jujuy, ofensiva contra el gobernador sabattinista de Santa Cruz. Balbín –cuyo yerno, Oscar Ferrer, es ahora diplomático destinado en Roma-, sin inmutarse demasiado, replicó: “Son leyendas, puras leyendas”.

“Considero que mi deber es ayudar al gobierno, no molestarlo”, añadió. Sin embargo, dejó entrever sus concepciones: “En cuanto a la renovación de funcionarios de la administración, sigo pensando que se han quedado muchos que debieron irse. Lamentablemente, reglamentos y leyes hacen imposible una rápida modernización de la burocracia. Con respecto a las radios y la televisión, siempre consideré que su deber es informar lealmente. El Presidente tenía tanta confianza en sí mismo que se despreocupó del tema, y así hubo radios oficiales que desfiguraron la verdad y hasta llegaron a defender los contratos petroleros.”

-¿Tampoco en esos casos hubo presión o intervención suya?
-No, nunca fui convocado especialmente por el Presidente para tratar ningún tema específico. Tampoco yo lo he pedido.

A cualquier espectador le sería difícil creer en las macizas aseveraciones de Balbín; más fácil le será, sin duda, entender que no tiene otro remedio que formular esas aseveraciones, que está obligado a destruir lo que él llama leyendo y otros, realidad. Como jefe del partido oficialista (ocupa esas funciones desde 1959), necesita cubrir las apariencias, quizá en la misma medida que Illia, a quien le adjudican increíbles sutilezas para escapar a la injerencia de su correligionario.

Se conocieron hace casi cuatro décadas, cuando los dos estudiaban Medicina. Después, Balbín se inclinó por el Derecho, y perdió de vista al futuro presidente. “Mi amistad con Illia –explica Balbín- es una amistad seria, ese tipo de amistades que no se cultivan, pero que existen.” No obstante, se entrevista con él, especialmente en la residencia de Olivos; a la Casa Rosada ha ido, se señala, apenas seis veces.

Las afirmaciones de Balbín no convencen demasiado, tal vez porque van impregnadas de la superficialidad característica de quien las pronuncia, y quien las pronuncia es un radical ortodoxo, más preocupado por la disciplina del partido que por el progreso de su ideología. Él destruye las suspicacias, calificándolas de leyenda, pero un poco de leyenda no vendría mal a Balbín, frente al cual parece imposible sentirse atraído por algo más que su ejercicio del sentimentalismo y las frases ampulosas.

Sus amigos y sus enemigos coinciden en una básica descripción de Ricardo Balbín: “común y normal”. No contradicen esa imagen su biografía y su frugal existencia actual, su afición por los trajes cruzados, de tonos grises, cuyos sacos siempre abrocha con el botón inferior. Un intento de Primera Plana por conocer las lecturas de Balbín, fracasó. “Me gusta lo informativo”, expresó, pero sin mencionar títulos ni autores. En su biblioteca abundan gruesos libros de derecho y polvorientos diarios de sesiones.

En cambio, el antiguo jugador de pelota-paleta se apasiona de tanto en tanto por el fútbol; en otras épocas solía frecuentar el hipódromo de La Plata, con Anselmo Marini; también, la taba y la ruleta. Aunque más allá de estas inclinaciones, no muy marcadas, pocas aristas hay en el jefe de la UCRP, que fuma entre un paquete y un paquete y medio de cigarrillos nacionales, sin filtro, por día, y goza de excelente salud.

Va al cine una o dos veces al año (lo último que vio: Saqueo en la ciudad, llevado por su amigo Eleodoro Cortázar; y Morir en Madrid, en la residencia de Olivos),  y eso que sus padres, Cipriano y Encarnación Balbín, inmigrantes asturianos, estremecían a los parroquianos de su confitería de Laprida, Buenos Aires, con funciones dominicales de cine, a comienzos de siglo. Hoy, Balbín se lamenta de no poder seguir con más asiduidad la serie policial de televisión Los intocables, del Canal 7.

La jornada de este porteño, nacido el 29 de julio de 1904, alumno de las escuelas públicas, de los padres agustinos y del Colegio San José, comienza en La Plata, hacia las nueve y media de la mañana, en una casa de dos plantas que compró veinte años atrás “con el préstamo de un amigo solícito y una hipoteca”. A esa hora, su mujer, Indalia Elena Ponzzetti, a quien él llama “madre”, le sirve el desayuno, una taza de té y le alcanza El Día y La Nación. Luego atiende sus asuntos jurídicos, conversa con sus dos hijos varones (Osvaldo, médico cirujano, de 27 años; y Enrique, estudiante de abogacía, de 23; la hija Lía vive ahora en Roma), almuerza con la familia. Después monta en su Valiant y enfila hacia la Capital, hacia su mohoso despacho de la calle Alsina, donde recibe alrededor de 3.000 personas por mes.

El día, casi sin excepción, concluye en el restaurante del Centro Lucense, a unos pasos de Belgrano y Entre Ríos, donde se tiende una amplia mesa radical; allí lo rodean sus amanuenses José Peret y Jaime Gerchunoff y otros correligionarios: Arturo Mor Roig, Rubén Blanco, Juan Carlos Pugliese, Raúl Alfonsín, Pedro Duhalde, Enrique Vanoli, Cortázar. Generalmente, Balbín elige entre una gama de platos preferidos, que incluye tortillas, bifes, pescado hervido, costilla de cerdo.

En el Lucense, nuevamente aflora su sentido de la disciplina: le molesta que alguien pida platos o vinos fuera de lo común. Como el pago de la cuenta se prorratea, sostiene que puede haber gente en la mesa que no está en condiciones de sufragar el “lujo” de los demás. Los fines de semana opone una tregua a esta rutinaria agenda: entonces suele hacer algunos arreglos en su casa platense, pintar macetas. “Me gustan las flores radiantes, las que tienen mucho colorido”, opina.

La rutina se adueñó de Balbín hacia la década del 40; antes, cuando joven, fue un reformista activo, un agitador estudiantil que conoció expulsiones; en 1928, dos años después de recibirse de abogado y de trabajar en la biblioteca de la Legislatura de La Plata por 120 pesos mensuales, fue a Mendoza como fiscal del Crimen, y de entonces datan decenas de historias sobre supuestas crueldades de Balbín. El lencinismo le imputó la destrucción de libretas de enrolamiento, apremios ilegales; el peronismo recogió esas acusaciones para desprestigiarlo. Hoy, el jefe de la UCRP las desmiente con una sonrisa: “Infames calumnias”.

El peronismo, sin embargo, lo envió siete meses a la cárcel de Olmos. Ahora piensa que el anunciado retorno de Perón –a quien vio circunstancialmente una sola vez, en 1943- es una nueva tentativa para menoscabar la estabilidad del gobierno. “La primera fue el plan de lucha de la CGT, que fracasó. Esta también fracasará”, exclama.

Balbín, católico creyente, aunque oye misa sólo excepcionalmente, vio mejorar su posición económica después de 1958, cuando su bufete de abogado comenzó a inundarse con juicios sucesorios importantes, sobre todo de familias de la zona bonaerense de Lamadrid. Sin embargo, ni la serenidad de su hogar ni la de sus finanzas parecen frenar su vocación por el poder, que las circunstancias propias (fue elegido diputado en 1942, y renunció a la banca) y las ajenas (fue elegido diputado en 1931, pero el gobierno anuló los comicios) han mellado constantemente. Por eso, quizá, en 1963 no se esforzó por postularse para la presidencia: estimaba poco posible la realización de elecciones, o creía en la derrota de la UCRP, explican algunos de sus allegados. La victoria lo sorprendió.

Hosco, serio, desaliñado (en la década del 50, la juventud no frondicista que lo encumbró lo llamaba “el hombre de los pantalones arrugados”), un aire de tristeza flota sobre sus gestos; de ninguna manera, el empuje y la brillantez, la finura y la grandeza de los grandes políticos. Sin embargo, no son pocos los que estiman que aspira a presentarse, en 1969, como candidato a presidente de la República. (…)

Fuente: www.elhistoriador.com.ar

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